Fuentes, calles y monumentos | ||||||||
Henri Dunant, el caballero del traje blanco | ||||||||
Revista El Maestro, 196, por Luz Valle | ||||||||
Primera Parte | ||||||||
Ciudad de Guatemala, mayo de 2010/Cuando llenas de emoción contemplamos la insignia de la Cruz Roja, nos inquieta pensar si todos saber cuál el origen de esa nobílisima institución. Si es del conocimiento general el principio de la gran organización que tantas bondades prodiga, si se ha divulgado el nombre de su insigne fundador, el sitio en que surgió la idea generosa; y cuál fue la mano que puso en movimiento el poderoso motor del altruismo internacional. Cuando nos hemos dirigido algunas personas o grupos, en la mayoría de los casos, nuestras preguntas han quedado sin respuesta afirmativa. Se ignoran muchas cosas a este respecto, aunque los beneficios de la Cruz Roja manan constantemente sobre la humanidad entera.
Los niños de Guatemala, entusiastas paladines de la Cruz Roja Juvenil, deben conocer esos detalles importantes. Los maestros deben hacer labor divulgativa, cimentando en el alma de sus alumnos el hombre extraordinario que tuvo el genial acierto de crearla. Su nombre que ya está escrito con caracteres de oro en todos los países dela tierra es Henri Dunant.
Pero un nombre sólo no dice nada. Es su obra la que hay que conocer; y para ellos dedicarse a seguir sus pasos, aunque sea ligeramente, en su peregrinaje terrenal. Tal nuestro propósito al escribir estas páginas dedicadas con toda modestia a la juventud guatemalteca.
Durante la primera infancia de Dunant, la vida en Suiza fue ordenada y severa. Su condición de país neutral, la ponía a salvo de cualquier asedio bélico y sus habitantes hacían del trabajo una verdadera religión; la ciencia se desarrollaba prodigiosamente y las artes florecían como en los demás países europeos. Ginebra, como ciudad importante, gozaba de los privilegios de una organización ejemplar.
Pero no fue muy durable la paz en el mundo; en 1834, se hacían sentir, ya en una parte, ya en otra, revueltas, guerras intestinas, turbulencias políticas, que iban dejando una estela de odio. Europa comenzaba a sufrir una de las épocas más duras de su historia.
El gran movimiento industrial que se provocaba con la serie de famosos descubrimientos del siglo XIX, determinaba el descontento de los trabajadores: las primeras máquinas desplazaban gradualmente a los hombres en talleres y fábricas; por doquiera se oían gritos de inconformidad y rebeldía. La lucha entre el capitalismo y el trabajo iba preparando el abismo que habría de llenarse con lágrimas a través de los años; a ello se agregaba la ambición territorial de las grandes potencias con su aparato bélico, intentando cruzar los límites territoriales de indefensas naciones, siguiendo las huellas de Atila, sobre pueblos laboriosos y pacíficos.
Henri Dunant sintió, quizás sin comprenderla a fondo, la tragedia del mundo. Rodeado de grandes comunidades que eran realmente un lujo, el niño podía observar tras los balcones de su casa, cómo pasaban otros seres miserables cubiertos de harapos. Sabía que la nieve sepultaba a los pobres al hundir los techos de las viejas cabañas, le emocionaban, particularmente los rostros tristes de los pequeños que no tenían juguetes en la noche de Navidad. Precozmente se daba cuenta de que los seres humanos estaban divididos en clases opuestas e instintivamente fue germinando en él el propósito de tender un puente –que no podía ser sino el altruismo– entre los hombres que parecían recorrer el camino de la vida, sin tenderse las manos ni cruzarse palabras afectivas, como su pertenecieran a planetas distintos y no sintieran sobre ellos la mirada constante del buen Dios.
Al llegar a la adolescencia, Dunant dotada de una naturaleza sensible al sufrimiento, se había compenetrado del gran problema universal. Observaba que había hogares donde se padecía el hambre, madres abandonadas, niños que languidecían tristemente, ante una velada indiferencia, disfrazada de caridad que, aunque muy bien intencionada, no alcanzaba a cubrir la centésima parte de las desgracias importantes.
Su primer paso hacia la senda luminosa del altruismo, fue hacerse miembro de una asociación benéfica. La misión de este adolescente consistía en buscar ancianos desvalidos y proporcionarles alimentos, vestido, distracciones. Dedicaba sus horas libres, a leerles movidos relatos, que animaran su imaginación; y hacía esto con piadoso entusiasmo filial. Estas actividades que alegraban un tanto su compasivo corazón, alternaban con sus estudios comerciales, llenando su existencia de joven reflexivo, a quien no hacía falta nada, en lo económico, pero que se manifestaba sediento de comprensión y afectos sinceros.
Dominado por las ideas reinantes en su época, se incorporó a la Asociación cristiana de jóvenes, en donde sus amigos se multiplicaron y en la cual su personalidad comenzó a destacarse vigorosamente. La influencia de sus convicciones le hacía pensar a menudo en le remedio que pudiera aliviar los dolores de la humanidad.
El panorama de la insalubridad era alarmante. Las enfermedades más terribles se multiplicaban, cuando la ciencia médica era aún impotente para detener sus avances. En los campos de batalla se improvisaban hospitales carentes de instrumental adecuado, con salas frías y mal alumbradas, donde los heridos morían ante la carencia de los más indispensables elementos: un poco de hilas o un vendaje adecuado, a falta de mejores auxilios, era a veces imposible de lograr, no obstante los afanes de espíritus filantrópicos que, en nombre de la caridad, atraían hacia el sufrimiento un puñado de monedas, que se convertían en alimentos y medicinas. Las voces de angustia resonaban por todas partes y el alma del joven Dunant estaba alerta ante el dolor que iba creciendo en mares de amargura.
Para darse cuenta del espíritu vigoroso de Henri Dunant, es preciso señalar que su cebo apostólico, su amor a la humanidad y su propósito pacifista de unir a los hombres en fraternal abrazo, aboliendo la guerra, no destruía sus propias ambiciones financieras, ni mermaba las características del banquero, práctico en los negocios, cuidadoso de su fortuna y fiel mantenedor de su tradición familiar.
Una curiosa dualidad le mantenía entre dos fuerzas o finalidades de su existencia; como si en el fondo de su ser comprendiera que una labor altruista de las dimensiones por él soñadas, no podía mantenerse sin el respaldo económico necesario. Él entendía con una clarividencia poco común en aquellos tiempos en que dominaba el piadoso misticismo, que a la par de la virtud era preciso el aporte efectivo; y que la humanidad no se aliviaría solamente con sueños e ilusiones. Una base sólida de cordura y sentido común caracterizaban a Dunant, situándolo en un puesto especial no se abandonó al idealismo; y es ello lo que indudablemente le dio el éxito, al imponer más tarde, a su portentosa obra de la Cruz Roja, un alto sentido de caridad y un ritmo de dinamismo militante en los campos de la economía.
A los 25 años, Dunant está en pleno auge económico. Tiene proyectos de una explotación fructuosa en África del norte. Su amistad con Napoleón III, le abre el camino y animado de proyectos ambiciosos, parte, trasladándose a tierras exóticas, donde se preparaba a disfrutar nuevos panoramas y mayores posibilidades de engrandecimiento material. | ||||||||